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  • Foto del escritorIrene Adler

El lector

Echo de menos que unas manos sin nombre magreen mi cuerpo, echo de menos la sensación, como de montaña rusa, de antes de verle o de escuchar su voz por primera vez. Van a cumplir tres años desde la última vez que quedé para follar con un extraño, pero no encuentro a nadie apropiado. En ocasiones lo deseo tanto que se me va la cabeza. Por la calle o en el metro, incluso en el curro, mi imaginación se dispara ante un gesto o un aroma, cualquier nimiedad desata mi deseo.


Levanto la cabeza y lo veo en la sala de lectura. Sus dedos acorralan el libro que está leyendo. Lo miro con disimulo por encima de mi ordenador portátil. No coincidimos todas las tardes, pero siempre que aparece no puedo evitar fijarme en él. Y en sus manos. Son ellas las que me hipnotizan. Esas manos grandes, pero no desproporcionadas, de dedos largos que se extienden por el lomo del libro y lo hacen pequeño, atrapándolo como si fuera su presa, su trofeo. ¿Cómo será sentir sus manos alrededor de mi cuello, sus dedos cortándome la respiración?


Nuestras miradas se cruzan. Sus ojos grises recorren mi cuerpo, reptan por mis piernas bajo la mesa, se detienen en mi cintura cuando me levanto. Los puedo notar siguiendo el movimiento de mi culo. Voy al baño. Cuando regreso, él continúa sentado en ese viejo sillón de orejas marrón que se ha escapado del salón de una mansión victoriana. La verdad es que forman una atractiva estampa. Él, con su libro y la bragueta abierta, la polla fuera, descansando flácida sobre el pantalón, esperando que vaya a comerla. Me gustaría mirarle a los ojos, de rodillas entre sus piernas, con su polla en la boca. Desvío la mirada al suelo. Necesito distraerme. Me siento en mi mesa y lo miro una fracción de segundo, lo suficiente para saber que ha vuelto a enfrascarse en su lectura. No sé qué libro es, pero todos los días escoge el mismo.


***


El tiempo en las bibliotecas pasa más despacio. O eso me parece a mí. Hoy se ha marchado antes que yo. Le he seguido con la mirada mientras fingía revisar un documento en el ordenador. Ahora sé dónde está el libro que siempre acarician sus manos. Lomo rosa, elegantes letras góticas y la fotografía en blanco y negro de una adolescente en la portada. Un clásico, no necesito leer la contraportada para saber de qué va. Lo abro. Las páginas ya no guardan el calor de su piel, pero puedo sentir su aroma a libro viejo mezclado con retazos de colonia de señor, un aroma dulce y añejo. Guardo la nota entre sus páginas, más o menos por donde creo que alcanzará en breve su lectura, y lo coloco en su lugar.


Una semana después, aguardo su llegada a la hora convenida, frente al hotel P. Tengo las manos sudorosas. Es como hace tres años, solo que no soy del todo la misma. No me siento una niña con camiseta de Batman, vaqueros rotos y Converse que juega a quedar con desconocidos por Internet. No es un experimento, ni un juego. Al menos no del todo.


Pasan dos minutos. No sé si mi nota le habrá llegado o si habré interpretado bien las señales. Veo el paso de los minutos en la pantalla de mi móvil, sentada en un banco al lado del hotel. Pasan cinco minutos más. Me siento tonta por haber creído que podía suceder algo. En otros cinco minutos me marcharé y punto.


Una sombra se detiene frente a mí. Levanto la cabeza y ahí está él. Chaqueta marrón y chinos azul marino. Mi mirada escapa de sus pupilas tormentosas al paquete, y no sé qué decir. Un pensamiento fugaz cruza mi mente: ¿Cómo será su voz? Lleva las manos en los bolsillos. Esas manos grandes, pero no torpes, que deseo que rodeen mi cuello. No sé ni cómo se llama y eso es lo mejor de todo.


—Hola. Eres la chica de la biblioteca, ¿verdad?


Asiento y extiendo la mano. Cualquier excusa es válida con tal de darme un pretexto para sentir su piel.


—Puedes llamarme Irene.


—Encantado, Irene.


Se sienta a mi lado, todavía sosteniendo mi mano. Su palma es suave y robusta. Podría acostar mi mejilla sobre ella y disfrutar de su calor. O podría rogarle que golpeara esa misma mejilla mientras le suplico que me la meta.


Le pregunto sobre el libro que está leyendo, qué le fascina del mismo para volver a él una y otra vez. Nos perdemos en divagaciones. Me gusta escucharle. Escoge las palabras con cuidado y a veces se detiene en un silencio reflexivo que me hace apartar la mirada. Es como escuchar hablar a un profesor. Podría serlo, pero me niego a profundizar en su vida.


Durante toda la conversación soy consciente de su cuerpo al lado del mío, a la distancia justa para no incomodarme, para que no tenga que alejarme, pero tan cerca que de vez en cuando puedo sentir el roce de su hombro cuando mueve las manos al hablar. No puedo evitar seguirlas y él persigue mi mirada.


—¿Buscas algo?


—No, nada.


Pero su pregunta me hace dudar. ¿Qué debería buscar?


—¿Qué es lo que más te gusta de ti, Irene?


—¿Físicamente o en general?


—Lo que desees.


Me detengo un instante a pensar. Mis ojos navegan por la calle por donde ha estado pasando gente sin parar. Comienza a atardecer.


«Me gusta cómo veo el mundo. A veces me siento como una red que retiene, no sé, tonterías, que al final se convierten en historias.»


—Mis labios.


Sus pupilas grises, como guijarros de playa, penetran a través de mí hasta el fondo, hasta ese recodo donde se revuelven mis deseos. Extiende el brazo despacio, como quien no quiere perturbar con su gesto un diente de león, y retira unos mechones de mi cuello. Sus dedos rozan mi piel un instante. Mis ojos suplican que me agarre, que me estrangule mientras me contempla así, taladrándome con la mirada. Pero su mano se aleja.


—¿Qué cambiarías de tí?


Mi respuesta se pierde en el atardecer. El viento del otoño trae olor a lluvia.


—Podemos quedarnos aquí a morir de frío o podemos subir, si te apetece.


Un silencio reflexivo precede mis palabras. No sé qué esperaba este hombre, parece sorprendido. A ver, en mi nota no ponía: quedamos a las x para follar, pero era más que evidente. Y quizás demasiado precipitado.


—Podemos quedar otro día. Conozco una librería.


No es una pregunta, es una oferta. O lo tomas, o lo dejas. No me interesa lo más mínimo conocerle, ni saber nada de él más allá de los libros que devora en sus ratos libres y cómo se desenvuelve en la cama.


—De acuerdo.


—Mañana, a las ocho menos cinco de la tarde.


Me entrega una tarjeta con la dirección y nos despedimos. Ni dos besos, ni un abrazo, ni el sutil roce de su mano, solo un incómodo hasta luego.


***


Qué anticuado. Miro la tarjeta. Aquí es. En pleno centro de Madrid, pero lejos de su barullo, agazapada entre estrechas calles peatonales, se refugia una librería de segunda mano. El escaparate estrecho y atestado de libros no me permite ver el interior. Una cálida luz se filtra por la cortinilla que tapa la ventana de la puerta. Un cartel cuelga de ella: CERRADO.


Llamo con los nudillos. Tengo las manos congeladas. La puerta se abre tan pronto que sé que me estaba esperando quizá incluso con la misma impaciencia que yo el otro día. Hoy lleva una camisa de manga larga color crema y esos pantalones chinos que tanto le marcan el paquete. ¿Cómo se sentirá su tela golpeando mi culo desnudo mientras me folla sin quitárselos siquiera? Respiro hondo el aire frío de la noche. El vaho escapa de mis labios. Me invita a entrar.


La librería es pequeña y los libros la desbordan. Llenan las estanterías, varias mesas, un sillón y la alfombra que hay bajo él. Al menos la entrada y el mostrador están despejados. Un estrecho pasillo permite moverse entre las estanterías y las mesas. Así que trabaja aquí. ¿Quién en su sano juicio, teniendo tantos libros a su alcance, acudiría a una biblioteca a leer uno solo?


—Este lugar me pareció más apropiado que un hotel.


Cierra la puerta a mis espaldas. La tarima cruje bajo sus pasos mientras se aproxima a mí. Sin que tenga ningún sentido, mi sexo se humece.


—Me gusta.


Mi voz es un susurro que devoran los libros. Hay tantas palabras guardadas aquí que nada de lo que podamos decir importa. No hay nada que hacer, todo está escrito.


Me quedo quieta, sin quitarme el abrigo, sin moverme apenas, como una de esas mariposa clavadas que catalogan los lepidopterólogos. De repente siento sus manos en mi espalda. Suben despacio hasta el cuello del abrigo y, sin rozar mi piel, deslizan la solapa hacia atrás, por mis hombros. Me quita el abrigo como si me desnudara.


Escucho el crujido del perchero. No tarda ni un segundo en regresar. Ahora está más cerca. Quiero girarme y saber lo que va a hacer, pero soy demasiado lenta. Antes de que pueda moverme, siento sus manos en mi cintura, sus dedos se extienden por mi vientre, bajan despacio hacia el borde de mi falda. Siento cómo apoya su espalda contra la mía, su aliento caliente en mi cuello. Levanta la tela con el dedo corazón, como si pasara la página de un libro, y solo tengo que elevar los brazos. El coño me arde. La falda cae. No hay nada debajo de mis medias.


Clavo la mirada en Bradbury mientras él me baja las medias hasta los tobillos y su brazo me roza el hombro cuando se coloca delante de mí. Enfoco su rostro, ese que he visto multitud de veces en la biblioteca, con el que he fantaseado, sobre el que me he corrido.


—Quítate las medias, por favor.


Me quito las manoletinas manteniendo el equilibrio. Primero el pie izquierdo sostiene una por el tobillo, y luego el derecho. Me tambaleo y él me sujeta por los codos. Me agarro a su brazo. La tela de la camisa es dura, no puedo sentir su piel a través de ella. Es demasiado formal, distante. Como la camisa de un estricto y casto cura, que jamás se follaría a una de sus fieles. Me encanta.


—Irene, desde que te vi en la biblioteca quise que me la comieras.


Mi voluntad se hace pedazos. Si me lo pidiera, me pondría de rodillas, yo misma le sacaría la polla y me la tragaría enterita.


—Pero me correría demasiado rápido. —añade.


Tira de mí hacia él, mi cuerpo choca contra el suyo. Lo siento duro a través de la ropa y mi coño se deshace en ganas. Creo que estoy chorreando por los muslos.


—Por favor… —susurro.


«Follame.»


Su manos trepan por mi cuerpo, me liberan del jersey y acarician mis hombros desnudos, mi cuello, y se enredan a su alrededor. Su mano derecha me sujeta firme, del cuello; la izquierda desciende hasta mi sexo y lo acaricia. No tarda en encontrar mi clítoris y trazar círculos enloquecedores. Pero no puedo estar más húmeda y sus dedos resbalan hacia mi interior. Dos dedos, de golpe, hasta agarrar mi coño, con la palma en el monte de Venus. Sus ojos de mar embravecido fijos en mí mientras me obliga a caminar de espaldas, controlándome con sus manos como a una marioneta. Chocamos contra el mostrador. El borde se clava en mi culo y algunos libros caen al suelo. Me aferro al brazo que me rodea el cuello para no perder el equilibrio. Sus dedos aprietan mi garganta, me tiemblan las piernas y juro que puedo sentir cómo se estremece mi coño de placer alrededor de sus dedos. Me folla con ellos. Anular y corazón. Los noto en toda su longitud, entran y salen de mí sin descanso. Mis muslos aprietan su mano. Quiero que llegue más hondo. Apoyo las manos en el borde del mostrador y me impulso hacia arriba hasta sentarme en él. Abro las piernas. Su mano, libre al fin de mi carne, me folla rabiosa. Sus dedos entran y salen de mí, rápido, en un ritmo frenético que me empuja sobre el mostrador. Pero me tiene bien agarrada del cuello. Sus dedos estrangulan mis gemidos. Me imagino como resbalan una y otra vez en mi coño, tierno, empapado, ahondando en ese agujerito rojo y palpitante. Siento que me desgarro. Mis manos se escurren sobre la madera pulida del mostrador y me vuelvo a aferrar a su muñeca. Sus dedos me cortan la respiración, sujetándome del cuello. Me atrae hacia él, hacia su mano, hacia los tres dedos que me follan el coño. No sé cuándo ha introducido el tercero. Nos miramos a los ojos, pero solo soy eso, ojos y un coño que babea de placer. No tengo boca y quiero gritar. Me corro. El orgasmo es como una aguja que atraviesa mi espalda, un placer que lo arrasa todo, mis piernas se revuelven, mis músculos se tensan. Y, entre todo el caos, sus manos acunan mi cuerpo. Me tumba en el mostrador, con mis piernas en su pecho.


Me hago pequeñita mientras me folla. Ni siquiera le he escuchado bajarse la bragueta. Me palpita el coño, ¿podrá sentirlo? Su polla entra y sale en un ritmo constante. Noto el roce de su pantalón en mi culo, la tela mojada. No sé cuándo ha soltado mi cuello, pero ahora agarra mis caderas y me atrae hacia él. Me aprieta contra su entrepierna y se corre poco después. Dentro de mí se mezclan nuestros fluidos, noto las cosquillas que hacen al escapar por mis muslos. Me incorporo y le miro, apoyado en el mostrador, con la camisa arremangada y la polla fuera, goteando sobre la tarima.

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