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  • Foto del escritorIrene Adler

Parches

Coloco en el tocadiscos el disco de vinilo que me regalaste y mi pequeño piso se llena de los acordes de una guitarra que hace tiempo guarda silencio. Con una copa de vino en la mano, me dejo llevar por la melodía que flota a mi alrededor. El salón está en penumbra. La única luz se filtra a través de la puerta del baño, que he dejado entreabierta al salir de la ducha. Todavía tengo el pelo mojado y por mi espalda caen unas gotitas de agua que me hacen cosquillas. Mi cuerpo se mece al ritmo de la música y casi te siento aquí, a mi lado, rodeando mi cintura con tus manos, apretando mi cuerpo desnudo contra ti.


Cierro los ojos y tomo un sorbo de vino. Mis pies descalzos se desplazan por el salón y me llevan, en una danza lenta y oscilante, hasta el sofá. Me tumbo en él. Los cojines sostienen mi cuerpo, pero yo deseo que seas tú quien me abrace. Te imagino sobre mí, tu rostro en la penumbra y la calidez de tu piel, arropando la mía. Me imagino abrazándote, recorriendo tu espalda con la yema de mis dedos y susurrándote al oído, como ya hice una y mil veces, que me encanta lo suave que es tu piel. Imagino mis uñas, escarlata, perfilando en tu espalda rojas estelas de deseo y tus jadeos mientras te mueves dentro de mí.


El vino se desliza por mi garganta. Su sabor afrutado aún permanece en mis labios durante unos instantes más. Los froto con la punta de la lengua y poso la copa sobre la mesa baja que hay al lado del sofá. Sin abrir los ojos, dejo que mi mente vague entre nuestros recuerdos. Mis sentidos se sumergen en la melodía que inunda mi piso y, lentamente, me hundo en las sensaciones que atraviesan mi piel. Mis dedos me acarician intentando borrar las huellas de tu ausencia. Las persigo hasta sus últimas consecuencias.


Un orgasmo se desborda entre mis dedos. Mis labios susurran tu nombre una, dos, tres veces. Los acordes de la guitarra acompañan el eco de tu nombre, que acaricia mi piel estremecida antes de desvanecerse en las sombras. Mi cuerpo se disuelve sobre el sofá y tu rostro emerge tras mis párpados cerrados. Tus rizos, tu boca, tu áspera barba, tus ojos marrones… Estás aquí.


No, no estás. Mi mano cae a un lado, rozo el suelo con los dedos, empapados de mis propios fluidos. Abro los ojos despacio, como si regresara a la realidad desde un profundo sueño. El orgasmo se disipa poco a poco, pero tu rostro aún continúa en mi memoria. Deseo jugar con tus rizos, besarte, acariciar todas las marcas que haya podido dejar en ti mientras hicimos el amor y recorrer con mis labios tu piel rasgada. Pero no estás aquí y por primera vez tu ausencia me pesa, y casi me ahoga.


El sabor del vino inunda mi boca. Quizá debería vestirme ya. Pero mi cuerpo está tan relajado y mis músculos tan dormidos después del orgasmo que no me siento con fuerzas.


Mi piel comienza a enfriarse, como las brasas que quedan tras un incendio. Soy ceniza arrastrada por el viento a través de un bosque sombrío, marchito, deshabitado. Tu ausencia es ahora más evidente, te has convertido en un anhelo que quema en lugar de hacerme sonreír. Cambio de disco.


La copa de vino se acaba antes de lo que esperaba, pero justo a tiempo para que me ponga en marcha. Apago la música, dejo la copa en la encimera de la cocina y entro en mi dormitorio. Contemplo mi cuerpo desnudo frente al espejo que tengo al lado del armario. Delgada, quizá demasiado, piernas largas, brazos finos, pechos pequeños y respingones. Mis pezones, diminutos, están duros y sonrosados. Tengo la piel de gallina. Ojalá estuvieras aquí para arroparme. Abro el armario, pero no tengo ganas de probarme modelitos frente al espejo. Además, no tengo tanto tiempo, pronto llegará él. Cojo lo primero que pillo.


Vestido negro, ceñido, que se ajusta a mi cuerpo y delinea mis curvas. Maquillaje, zapatos… y suena el timbre de la puerta. Cuando voy a abrir, me cruzo con mi reflejo en el pasillo. Me detengo, me miro, me evalúo y por primera vez presto atención a los detalles. Coloco un mechón rebelde detrás de mi oreja. Llevo el pelo corto, por encima de los hombros. A ti te gustaba así y aún no me atrevo a dejármelo largo, como lo llevaba antes de empezar a salir contigo. Escruto mi piel pálida bajo la luz del pasillo. ¿Estoy bien?


Agarro el pomo y abro la puerta sin esperar respuesta. Saludo a mi primera cita de Tinder. Intercambiamos frases de cortesía, le pido un segundo, cojo mi bolso, tiro el móvil dentro y, al salir, me encuentro de nuevo conmigo misma en el espejo del pasillo. Desvío rápidamente la mirada de mis ojos castaños, sonrío al hombre que me espera en la puerta, salgo y la cierro a mis espaldas.


Caminamos por la calle, veo nuestro reflejo en el escaparate de una tienda cualquiera y de pronto me asalta la sensación de que este tipo, al que apenas conozco, es solo un parche para cubrir tu ausencia.

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