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  • Foto del escritorIrene Adler

Tórrida primavera

Aquella mañana estabas trabajando en el salón. Era el primer día del año que el termómetro alcanzaba los 20º y un sol primaveral brillaba con fuerza en el cielo.


Salí al jardín, elegí un lugar en el que sabía que podrías verme si te asomabas a la ventana y me tumbé en el césped, bajo ese océano de un azul inmaculado.


El calor de la primavera acariciaba mi vientre, luces y sombras danzaban por mi piel y la copa del albaricoque me mantenía más o menos a salvo de los rayos del sol. Me levanté la camiseta. Tenía las tetas tan pálidas... casi vampíricas. Recosté la cabeza en la hierba y un sueño sigiloso cerró mis párpados.


Cuando me desperté, tú ya estabas aquí. Te habías acercado como un astuto depredador y ahora estaba atrapada debajo de tu cuerpo. Nos miramos y después te aproximaste a mi cuello, me mordiste mientras apresabas mis tetas con tus grandes manos. Gemí, aún medio dormida, como una presa que se da cuenta demasiado tarde de que va a ser engullida. Besaste mi cuello con hambrienta ternura y luego bajaste a devorar mis tetas. Las chupaste con tantas ganas que supuse que habías estado mirándome un buen rato desde el salón antes de decidirte a salir.


Cuando te saciaste de mis pezones, continuaste hacia abajo.


Antes de alcanzar mi sexo con tus labios, que besaban cada sombra danzante, levantaste con una mano mi camiseta y me cubriste la cara con ella.


Sin ver nada, fuera de casa y a plena luz del día, me sentí más desnuda que nunca. Era fácil que pudieran vernos los vecinos, pero no era eso lo que me hacía sentir indefensa, es que no te veía.


Podía bajarme la camiseta, claro, pero no lo hice. Sabía que si lo hacía, este juego habría terminado y tu boca ya devoraba, con tenues besitos, mi monte de Venus.


Bajaste despacio los pantalones de mi pijama, deleitándote en cada pedacito de carne que desnudabas. Los dejaste caer sobre la hierba y usaste mis bragas para atarme los tobillos. Luego trepaste con mordisquitos y besos por mis piernas hasta alcanzar aquel recóndito lugar de mi cuerpo que siempre se humedecía por ti.


Comenzaste a lamer mi sexo desde arriba, sin poder penetrarme con tu lengua. Introdujiste tu dedo entre mis labios, también desde arriba, lo hincaste en mi carne como una espada enterrándose en la tierra.


Frotaste y frotaste, mi sexo esponjoso oprimía tu dedo, mis muslos dificultaban tus movimientos, pero de momento no deseabas nada más que jugar.


Imaginé tu dedo empapado cuando lo extrajiste de mi estrecha hendidura. ¿La hierba también estaría mojándose con mis fluidos? Entonces alzaste mis piernas y sepultaste tu cabeza en mi sexo indefenso, expuesto por y para ti.


Lamiste mis labios, mi clítoris, cada recoveco y arruga. Penetraste en mí con tu lengua y luego con tus dedos. Uno, dos, tres. La camiseta ya no ahogaba mis gemidos, que cada vez eran más ruidosos.


Y de repente paraste.


Con una mano todavía sostenías mis piernas, pero la otra parecía estar ocupada. El cordón de tus pantalones azotó mi muslo y me estremecí. Tus dedos se clavaron en mi carne. Luego sentí tu miembro, duro, cálido, punzante, presionando contra mi vagina.


Te deslizaste dentro de mí. Estaba tan empapada que tu polla entró entera, de un empujón, dilatando todavía más mi carne y llenándome de placer. Me quitaste la camiseta de la cara para poder mirarme a los ojos. Mis piernas se sacudían, apuntando al cielo, mientras agarrabas mis muslos y me follabas penetrándome hasta el fondo, haciéndome gritar.


Seguro que nos escucharon los vecinos, sobre todo cuando me corrí. Hundiste tu polla en las profundidades de mi sexo mientras mis piernas temblaban incontrolables. De mi vientre brotó un calor abrasador que se extendió por todo mi cuerpo, mis manos se agarraron a los débiles tallos de césped.


Me llenaste de ti y luego me liberaste. Dejé caer las piernas a un lado, sentía todos los músculos relajados. Tu polla brillaba al sol, reluciente, empapada de mí y de ti. Unas gotas de semen cayeron sobre la hierba, y me apresuré a beber los vestigios de aquel orgasmo directamente de tu miembro, a limpiarlo con mi lengua hasta dejarlo tan inmaculado como ese cielo que nos vió follar.


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